El equipo científico de A, una start up biotecnológica, está formado por profesionales con experiencia en investigación y excelente conocimiento de su tecnología. Normalmente trabajan con gran autonomía, demandan poco apoyo y, si pueden ayudar con su conocimiento, lo hacen más allá de sus obligaciones porque les gusta. El trabajo del CSO era, hasta ahora, fácil: mera coordinación. Sin embargo algo ha cambiado. La dirección quiere priorizar los esfuerzos para vender el MVP que han desarrollado y necesita su ayuda. Las expectativas sobre qué es un buen trabajo están cambiando, toda la comunicación de la empresa empieza a tener un fuerte componente comercial, y los científicos se sienen empujados fuera de su zona de confort. No saben cómo hacer de manera rápida la transformación que se espera, y la inseguridad les provoca irritación. Por ser profesionales senior, la dirección no cree necesario ofrecerles muchas explicaciones ni reuniones, pero las conversaciones informales para compartir frustración y confusión se multiplican. El ambiente es cada vez menos productivo.
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C. ha trabajado en comunicación corporativa durante muchos años. En su primera semana en la empresa le toca preparar y presentar un town hall. Está emocionada y nerviosa. Cuenta con su experiencia, su habilidad comunicativa y un sincero deseo de tener impacto. Pero no sabe si tendrá un atril o podrá moverse por el escenario, no le han llegado las cifras definitivas que tiene que anunciar y cada día tiene nuevas dudas sobre el significado de algunos acrónimos internos. El tiempo vuela y le está costando darle forma a una presentación. Por eso está nerviosa. Le dice a su directora: “no sé cómo lo voy a hacer”. La jefa, que presume de un estilo de dirección muy delegativo y basado en la confianza, le responde que no se preocupe, que lo hará bien porque tiene una gran experiencia. Pero sí, C. está preocupada. ¿Quién le iba a decir que añoraría un liderazgo más directivo?
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P. es un ingeniero comercial con décadas de experiencia. Sus clientes confían en él para resolver dudas muy complejas sobre la aplicación de los productos y le piden opinión sobre problemas técnicos porque valoran su conocimiento. Trabajando con entusiasmo, es capaz de cerrar oportunidades de venta muy difíciles, con fuerte competencia, complejidad técnica y presión de precios. Pero de un tiempo a esta parte se anuncian cambios organizativos con los que no está contento. Teme perder algo de libertad, de reconocimiento, o incluso perder su puesto de trabajo tal como lo conoce. Intenta que su rendimiento no se resienta, pero las dudas le consumen energía. Un día entra en el despacho de su jefe y le dice “estoy confuso, no veo claro mi papel”. El jefe de ventas, en un estilo directivo, le marca algunas prioridades de forma muy precisa para las próximas dos semanas. “¿Ya lo tienes claro?” “Sí”. Un mes mas tarde P. ha encontrado otro trabajo.
Los líderes de estos ejemplos tienen estilos de liderazgo muy diferentes, pero tienen algo en común: no acertaron. Entonces, ¿cuál es el estilo más eficaz?
Liderazgo Situacional. El modelo
Paul Hersey y Kenneth Blanchard, en Management of Organizational Behaviour (1969) propusieron que no existe un estilo adecuado para todas las situaciones, pero tampoco tienes el lujo de poder elegir el estilo que a ti te guste. El liderazgo eficaz requiere saber adaptar de forma dinámica el estilo a la situación.
Su modelo se conoce como Liderazgo Situacional y es la primera herramienta que debería aprender un nuevo directivo.
Según la teoría del liderazgo situacional, acertar con el estilo de liderazgo adecuado a cada situación es cuestión de combinar en las dosis correctas dos ingredientes: dirección y apoyo.
La necesidad de más o menos dirección y menos o más apoyo viene determinada por el nivel de madurez de los colaboradores en el trabajo. Adaptando la intensidad de cada uno de los dos componentes a las diferentes situaciones, el líde líder puede ofrecer el tipo de acompañamiento que los colaboradores necesiten para maximizar los resultados y la satisfacción según su nivel de madurez en el trabajo.
Pero las personas no vamos por la oficina con un medidor de madurez profesional en la frente. Por lo tanto, ¿cómo estimarla? Definir y diagnosticar los niveles de madurez es la parte difícil del modelo y cualquier intento es una simplificación excesiva. Incluso entre Blanchard y Hersey hubo diferentes propuestas, éstas se reajustaron con el tiempo dando lugar a la teoría II de Liderazgo Situacional y finalmente se separaron en dos metodologías diferentes de aplicación.
Lo común en las diferentes versiones es proponer cuatro niveles de madurez en el trabajo basados en dos dimensiones observables: la habilidad (“skill”) y la voluntad (“will”). Esta última es en realidad una combinación de motivación y autoconfianza.
Típicamente, en una fase inicial (M1), todos los empleados necesitamos mucha dirección porque no conocemos el funcionamiento del trabajo. Nos falta la habilidad. En esa situación, la implicación es prácticamente irrelevante y el apoyo emocional no ayuda: necesitamos aprenderlo todo. Necesitamos un estilo de liderazgo directivo.
Después surgen las dudas y se necesita apoyo emocional, aunque aún se demanden instrucciones porque queda mucho por aprender. La persona conoce los elementos de su pero aún no se siente cómoda analizándolos y tomando decisiones. En este segundo nivel de madurez (M2) los empleados necesitan un liderazgo de acompañamiento, intenso en dirección y en apoyo.
Poco a poco el aprendizaje se completa, pero las dificultades motivacionales persisten, o van y vienen. La luna de miel con el empleo ha terminado. Las personas hacen propuestas proactivas, pero evitan tomar decisiones, por falta de confianza o motivación. En esta tercera fase (M3) se necesita menos dirección, puesto que ya tenemos una sólida competencia y el micromanagement solo crearía frustración, pero es necesario un sólido apoyo. El estilo de liderazgo es participativo.
Y en una evolución ideal, cabe esperar una fase final M4 donde las personas no necesitan apenas apoyo ni dirección, solo delegación total, porque tienen el conocimiento y la autoconfianza necesarios para tomar decisiones de calidad sin miedo. En esa fase, daremos poco trabajo a nuestro jefe. Su estilo de liderazgo será delegativo.
Parece fácil… y sin embargo fallamos continuamente. Los líderes principiantes a menudo no entienden el modelo a la primera lo suficientemente bien como para hacerlo útil y los más expertos seguimos cometiendo errores.
¿Por qué cuesta tanto leer correctamente las situaciones, entender las necesidades?
¿Por qué no me funciona?
Por la misma razón por la que nos cuesta vender, conectar con nuestros hijos adolescentes, o retener el talento. Porque no escuchamos. En lugar de escuchar, con lo que eso implica de apertura y curiosidad, observamos desde nuestros sesgos, nuestras expectativas y nuestra experiencia.
A pesar de mi preferencia por este modelo bien entendido, creo que el primer error que solemos cometer es creérnoslo demasiado. Si hemos aprendido este camino teórico y tratamos de superponerlo sobre lo que observamos, se convierte en un sesgo. Un modelo sirve para ayudarnos a prever lo que es probable que le ocurra a una persona, no para determinarlo. Cada empleado es único. En la realidad, no todas las personas pasamos por las mismas fases. No todos pasamos el mismo tiempo en ellas, y además esas fases siempre tienen posible marcha atrás.
El equipo científico de A tenía todo para ser un equipo autónomo, pero retrocedió al nivel en que necesitaban intenso apoyo y a la vez dirección clara, como resultado de una crisis inesperada. Se produjo un salto de madurez 4 a madurez 2, algo difícil de prever y que el CEO del ejemplo no supo detectar.
El segundo error es observar desde la perspectiva de nuestra propia experiencia. Decimos: “yo ya he pasado por eso y sé lo que necesitas”. Sin duda las primeras aproximaciones a un reto de comunicación de la jefa de C. fueron muy diferentes. Quizá sus retos iniciales exigieron un esfuerzo de autoconfianza pero no de conocimiento del contenido. En realidad todas las personas somos diferentes, nuestra velocidad de aprendizaje está influida por muchos factores y nuestra implicación emocional en el trabajo por otros tantos. No hay un camino común.
El tercer error es observar desde nuestras expectativas. Suponemos que las personas tienen que comportarse como nosotros necesitamos que se comporten. Así enunciado parece muy infantil, y, sin embargo, es un error muy frecuente.
El diálogo interior del jefe de P. tras su formación en liderazgo situacional podría ser así: “No, P. no puede estar en un estado 3 de madurez, demandando apoyo a estas alturas. Necesito que esté en un estado 4, totalmente autosuficiente. Ya tiene edad y experiencia para eso. Si no, tenemos un problema muy serio”. Y en una cosa ha acertado: tiene un problema muy serio. Pero ha olvidado que resolverlo es parte de su trabajo como líder.
En lugar de tratar de encajar los comportamientos del equipo en nuestras propias expectativas, en nuestras experiencias o en un modelo teórico rígido, lo que tenemos que hacer es escuchar.
Escuchar, escuchar, escuchar
Escuchar, en este contexto, no es sólo una actividad de los oídos. Incluye observar comportamientos, hacer preguntas, conectar respuestas, preguntar y repreguntar, obtener evidencias y referencias.
Los adultos a menudo preguntamos para confirmar nuestro conocimiento o nuestras suposiciones. Por eso preguntamos tan mal. Hacemos preguntas cerradas, proponemos respuestas alternativas, acompañamos las preguntas de interminables comentarios. La forma más práctica de aprender a preguntar bien es observar cómo preguntan los niños. Ellos preguntan para saber. Su pregunta nace de la curiosidad más genuina.
Equipo A, ¿cómo os veis para afrontar el cambio?
P., ¿cómo te sientes?
C., ¿qué necesitas?
Los líderes y los vendedores de cierta experiencia estamos entrenados para hacer preguntas. Pero, atención, también hay que escuchar la respuesta.
Una buena escucha es la que nace de un interés genuino y respetuoso por lo que estamos oyendo. Si existe ese interés, la escucha tendrá algunas características que la otra parte reconocerá como escucha activa.
- Hemos eliminado distracciones, estamos totalmente concentrados en la conversación. Ni móvil en la mesa, ni pedir un momento porque está entrando un email importante, ni miradas hacia la puerta por encima del hombro del que habla. Un pequeño gesto mata una conversación.
- Asentimos o hacemos algún otro gesto para confirmar que estamos acompañando, que seguimos ahí.
- Si hay alguna duda preguntamos, reformulamos, queremos confirmar buena comprensión. Pero, fuera de eso, no interrumpimos. Nunca anticipamos lo que vamos a oír.
A menudo cuando se enseñan este tipo de indicadores de escucha activa, se sugiere que debemos impostarlos, como si en los gestos estuviera el éxito. En realidad es más sencillo: no se trata de que parezca que escuchamos; se trata de escuchar. Desarrollemos una curiosidad sincera por lo que la otra parte tiene que contarnos, y los indicadores de escucha ocurrirán espontáneamente.
Llevarlo a la práctica será muy difícil si seguimos pensando que el equipo está al servicio del éxito del líder, confundiendo liderar con ejercer poder. Cuando comprendemos que el trabajo de líder es hacer posible el éxito del equipo, surgirá de manera natural.